
Verbena
- Posted by danielrubioserrano
- On noviembre 14, 2016
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La sala de espera era muy pequeña, por eso cuando la Señora salió de la consulta del médico, con el paso oscilante, apoyada sobre un bastón de madera clara, no tardó en fijarse en él.
Cualquier observador poco avispado hubiera podido cerciorarse del cambio que se produjo en el anciano rostro de la Señora al ser consciente de su presencia. Sus ojos, cansados y meditabundos, se iluminaron como el reflejo del rocío sobre una pradera de hierba fresca con los primeros rayos del alba. Su boca, ligeramente apretada con decisión, plagada de arrugas, primero dibujó una pequeña, brevísima, exclamación de sorpresa, para convertirse enseguida en la más grande de las sonrisas, una onda expansiva que elevó su frente y relajó sus pómulos, haciéndole iluminar enseguida el clima de pasividad imperante en la sala.
Instintivamente, se atusó el pelo, cardado y brillante, y se apretó el cuello del abrigo, vigilando un escote que no era tal, cubierto de lana hasta casi la barbilla.
El Señor estaba peor, y se le notaba. Antes, un celador le había preguntado por su hora de la cita y se había extrañado porque había llegado con más de cuarenta y cinco minutos de antelación.
-No tengo mucho que hacer, así hago tiempo-había contestado el Señor, casi resignado.
El contraste de las prendas que vestían no ayudaba tampoco demasiado. El abrigo de ella era de buen paño y sobrio diseño, pañuelo de marca francesa y bolso de alta marroquinería. El, sin embargo, calaba una boina raída, un jersey deshilachado de colores turbios y un pantalón a todas luces estrecho.
La alegría, sin embargo, fue mutua.
Casi dos docenas de ojos, sin nada mejor que hacer en aquella sala, fueron testigos de cómo el Señor, más cerca de los noventa que de los setenta, se levantó de su asiento de manera inaudita, cómo se quito la gorra, cómo abrió los brazos, dubitativo, y cómo los cerro enseguida sin embargo.
-¿Cómo está usted? ¡Cuánto tiempo!
-No tanto, no tanto, ¿cómo va todo?
-Bueno, ya me ve.
-Estupendamente le veo, claro que sí.
El océano de lugares comunes hacia el que fluye la conversación no le resta, con todo, un ápice de interés. Se preguntan por los nietos, hablan del gobierno, se ríen, se sonrojan. Por el contexto, es posible adivinar que la última vez que se encontraron ya había acabado el verano, y por eso, faltando tanto para navidad, no es posible entender cómo se alarga esta conversación que menos tiene que ver con las ganas de hacer tiempo que con las necesidad acuciantes de disfrutar de cada palabra del otro, mecerse en cada carcajada, en cada mirada.
El espectador menos avispado habría vuelto a su pantalla de móvil hacía ya rato, pero, con un poco de imaginación, no era difícil pintar el resto del cuadro, la historia que cuentan sus sonrisas. Una verbena antes de la guerra, en la cercana Plaza del Dos de Mayo, un amor de primavera, un viaje al frente, tiempos de guerra y derrota, años de cárcel y al salir, volver al barrio, la Señora bien casada con un pescadero que supo hacer bien las cosas, el Señor ocupando el chiscón, y gracias, que ofrecían junto a un puesto de portero en la que fuera la finca de sus padres. Después, la esta misma charla, con escasos variantes, con idéntica ilusión, en cada esquina del barrio, año tras año, década tras década, sin ir nunca, en definitiva, más allá.
Porque cualquier espectador avispado, podría haberse dado cuenta de que cuando se despiden no han llegado a rozarse, siquiera, ni un solo centímetro.
A pesar de haber estado los dos ancianos, claramente, pelando la pava durante más de media hora.
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