Mochilas
- Posted by danielrubioserrano
- On enero 27, 2017
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Cuando nació su primer sobrino, el hijo de su hermano Javier, el mayor, Vero se alegró mucho, muchísimo. Anduvo como una loca casi un mes, enseñando las fotos del pequeño a todo el mundo en la oficina, en el mercado, incluso a uno de los amantes ocasionales de aquella época llegó a mostrársela, razón por la cual se vio obligada, internamente, a frenar su entusiasmo. Cuando nació el segundo sobrino, el valor de su alegría fue bastante similar, pero pesó un poco menos en la vida de una mujer soltera, alta ejecutiva de una empresa de seguros, más cerca de los cuarenta que de los treinta, alegre, vivaracha y, sobre todo muy feliz consigo misma. Con el tercero, con el cuarto, con el quinto, su amor de tía no menguó un ápice, si desde luego su dedicación.
Por eso, Vero aprovechaba las fiestas de cumpleaños de sus sobrinos para ejercer, presentarse con un regalazo y pasárselo bien, riendo con los niños cuando era capaz de hacerles recordar quien era, su tía Veri, que tanto trabajaba, que tanto les quería, pero a la que veían, prácticamente, de uvas a peras.
Cuando se compró su primer bolso bueno, tardó casi dos meses en acostumbrarse a llevarlo, superar el atisbo de conciencia de clase y colegio público, para lucir colgado del hombro un trozo de piel que su padre, jubilado de RENFE, hubiera tardado dos nóminas íntegras en poder pagar. A ese primer bolso le siguió otro, luego otro, y enseguida se acostumbró a que, con las facturas pagadas, una parte de su sueldo ahorrada, viajando de cuando en cuando con su madre o sus amigas, sin un hombre al que regalarle palas de paddel, chaquetas de moto o corbatas de seda, bien podía ella misma darse el capricho que quisiera sin ningún tipo de rubor.
Nunca llevaba esos bolsos a los cumpleaños de sus sobrinos, bastante tenía con soportar las miradas de sus hermanas, de sus cuñadas –ellas con el pelo lleno de tarta, su cocina hasta arriba de platos de plástico ilustrados con princesas Disney, las paredes pintadas con crayons – rogándole que, por favor, se buscara un buen marido ya.
Al segundo cumpleaños de su sobrina Andrea, llevó un oso de peluche gigantesco como regalo para la niña, y una mochila de inspiración náutica, australiana, cosida a mano, preciosa, bastante sufrida sin embargo para poder repeler cualquier ataque de zumo derramado o cualquier rotulador desviado.
No había mucha gente en aquella fiesta infantil, si acaso los de siempre, por eso, porque no se lo esperaba, le impactó tanto verlo allí.
Miguel, el mejor amigo de su hermano Javi, siempre le había gustado más que comer con los dedos, tontearon mucho en la Universidad, incluso algún beso tonto habían conseguido robarse, pero la sangre nunca llegó al rio. Vero, a pesar de los años, en las frías tardes de domingo, o al salir del cine tras una película de amor-ciencia-ficción, o incluso al masturbarse, se había sorprendido a sí misma pensando en él, como una sombra alargada que se extiende con los años.
El Miguel que se le presentó aquella tarde no era muy distinto del estudiante de Económicas del que se había encoñado como sólo se encoñan las adolescentes, y sin embargo no era el mismo. Tenía un hijo, se le notaba por cómo se empeñaba en dar de merendar a una réplica suya que pataleaba, chillaba, montaba un auténtico escándalo porque no quería terminarse su papilla.
En silencio, Vero, abrazando su mochila como quien abrazaba una barandilla, consciente de que su antiguo enamorado no había percibido su presencia, se dedicó a observar.
Esa batalla en la que se había convertido la obcecada intención de que el niño comiera, se tornó en guerra mundial cuando en una pataleta, el pequeño volteó el plato de comida, derramando su interior.
El padre, nervioso, con muchos aspavientos, agarró del brazo al niño, zarandeándolo antes de proferir un grito:
-Miguelito, ¡Cuántas veces te he dicho que los chicos no lloran!
Justo en ese momento, Miguel se percató de la presencia de Vero.
Ella, muerta de vergüenza por la escena que acaba de presenciar, no pudo sino desviar la mirada hacia su mochila, preciosa, australiana, cosida a mano de inspiración náutica.
Y después, para sí misma, sonreír.
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