
Quédate
- Posted by danielrubioserrano
- On septiembre 25, 2015
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Recuerdo los nervios de la noche anterior, y la tierna algarabía del viaje en tren rodeado de amigos.
Recuerdo la llegada a Barcelona, y el ir y venir de Sants, el tráfico de gente de un viernes al medio día que hoy, sin embargo, se engarza en mi rítmica cotidianeidad apegada a una gran ciudad no muy diferente a aquella pero que, entonces, resultó sorprendente de puro caótico.
Recuerdo muchas cosas de aquella Nochevieja remota. Los paseos por el barrio gótico, los primeros besos bajo una luna mediterránea, el monumento a Casanova –que para mí siempre homenajeará a los primeros amores-vacío en la quietud de la noche, el amanecer sobre el Arco del Triunfo, con los ojos aún pegados de legañas de los amantes que huyen a destiempo.
Recuerdo el Fossar de les Moreres, vacío de traidores y lleno de ilusiones románticas por un mañana mejor, el Born, tan parecido y vibrante al barrio que hoy habito, casi en la otra punta del mundo, tan cerca y tal lejos.
Luego, crecí, me hice un hombre, pero siempre llevé una estelada en un pequeño pero estable lugar de mi corazón.
Recuerdo también otro viaje, mucho más cercano. Recuerdo recuperar una Barcelona del pasado con personas que hoy componen mi presente, en un momento crucial de lo que hoy es mi vida.
Recuerdo la ciudad como una caja de confites cuyo sabor has olvidado pero que es capaz de despertar el eco de lo que, al crecer, al hacerte mayor, otorgaste la difícil cualidad de lo mágico.
Recuerdo más amigos, y más amigos, mil bares, confidencias y gente, mucha gente catalana que poblaba la Vía Laietana, las Ramblas, ese Raval tan parecido a Lavapiés. Recuerdo la Barceloneta, y la visión sobrecogerora, al doblar una esquina, del mediterráneo más urbano, más vivo, como una gran estatua religiosa, inmensa en su horizontalidad, preparada para donar su húmedo milagro.
Y Barcelona, esta vez sí, ocupó el lugar privilegiado que en mi cosmogonía geográfica ocupan ciudades como Sevilla, como Granada, como Murcia, como, por supuesto, Madrid.
Si quieres algo, si de verdad quieres algo, debes dejarlo ir, dicen los sabios.
Que el amor, en la distancia, sigue siendo amor, aunque yo digo que lo es un poco menos.
Sé que dudan y sé que, en cualquier modo, daría igual, que Barcelona seguiría siendo la misma.
Pero, en ese caso, yo dejaría de sonreír para mí mismo, dejaría de escuchar impávido, cada vez que alguien expone por vez enésima el repetido argumento, el hit de las leyendas urbanas catalanas, la prima de una prima que preguntó en castellano por alguna dirección y fue respondida en catalán, los menús escritos solo en catalán, el chiste del catalán y el camarero que se pelean por las cien pesetas del café.
¿Qué historias contará –inventará- la gente cuando Cataluña se vaya? ¿Dejaré de paladear secretamente en mi memoria las noches de Barcelona cada vez que alguien critica a Cataluña, cuando el lobo feroz de la política española se haya erradicado para siempre?
Por eso le pido a los catalanes, le pido a Barcelona que no se vaya, que se quede.
Por favor, que se queden.
Esto no va a cambiar. A estas alturas es imposible engañar a nadie.
Pero también es verdad que, sin vosotros, todo será un poco, un poquito, más feo.
E infinitamente más aburrido.
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