Septiembre
- Posted by danielrubioserrano
- On septiembre 7, 2015
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Cuando era adolescente, compraba el periódico todos los domingos. Era un ritual bastante común, si acaso tal vez no tanto dada mi edad.
Una de mis partes favoritas, era una columna de opinión que, en la contraportada, El País reservaba a grandes novelistas de este país. Más tarde, aprendí que leer las columnas de opinión no tenía mucho sentido si para ello te gastabas el dinero en un periódico, precisamente para formarte tu propia opinión.
Sea como fuere, recuerdo que Manuel Vicent, que sabe del verano mediterráneo como nadie, que es capaz de regalarte el mágico don de respirar el salitre sobre el asfalto con un ejemplar de “Son de Mar” entre las manos, publicó, en un momento dado de finales de los noventa, una columna que llamó “septiembre” y que yo recorté y guardé con mucho mimo durante años, antes de crecer y de que las mudanzas se convirtieran en una de mis señas identitarias.
Vicent aprovechaba los tópicos de este mes para enhebrar una diatriba sobre la necesidad de crecer, de empezar nuevos proyectos, de abrazar la caída de la hoja y respirar con ansía el olor a nuevo de libros y carteras.
En otro día, en la oficina, hablábamos de la tendencia que desde hace algún tiempo corre por internet en torno a contenidos relacionados con el unboxing, que daría para más de uno y más de dos post, pero que básicamente se centra en esa necesidad que, en ocasiones, tenemos de cosas nuevas.
Septiembre representa todo. En realidad, ese olor a nuevo, esa frescura que casi cruje en las cosas, toma forma en septiembre cuando las calles se llenan de olor a lluvia, y estrenas bufandas, estrenas botas y adoptas con la fuerza de un converso el nuevo color que inundará las calles.
Por mi parte, septiembre siempre era el momento de volver a casa, a mi universidad de provincias lejos de horarios, comidas o tareas paternas, a una casa que no pagaba yo pero que era mía del todo –mi madre, con su personal manera de entender la discreción, nunca quiso visitar un piso cuya renta corría a su costa- y que decorábamos entre todos los compañeros con nuestra muy particular manera de combinar las propuestas en decoración del bazar chino más cercano. La excursión en busca de nuevas papeleras, nuevos botes para lápices, era toda una obligación para todos los estudiantes que llegábamos con nuestras maletas cargadas a la pequeña ciudad que acogía el campus de San Vicente del Raspieg.
Porque cargar con material escolar barato y, a veces, innecesario, era la representación pura de los nuevos aprendizajes que traería consigo el nuevo año o los nuevos amigos o los nuevos amores.
Por eso, desde hace ya algunos años, a veces echo de menos a Manuel Vicent, y a su columna recortada y ajada que colgaba ajena a todo de una chincheta en la habitación de mi piso de estudiante.
Por eso, y porque en Madrid la línea que separa el última día de agosto del primero de septiembre es tan delgada como parecida a todas las demás que dividen las últimas jornadas del verano, se me hace tan extraño vivir septiembre lejos del mar.
Menos mal que los nuevos aprendizajes, los nuevos amigos, continúan.
Y menos mal que, en definitiva, Peter Pan siempre me ha parecido un niño malcriado.
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