
Noche de Reyes
- Posted by danielrubioserrano
- On enero 5, 2018
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“Be not afraid of greatness. Some are born great, some achieve greatness, and others have greatness thrust upon them.”
― William Shakespeare, Twelfth Night
El piso es grande, enorme, pero no lo suficiente como para que no acaben chocándose dos, tres veces entre la cocina y el office, en el pasillo que distribuye los tres grandes salones que miran a la esquina de Ganivet con el principio de Recogidas.
El adulto es igual de tímido, pero su edad le ha enseñado que una sonrisa es siempre el mejor de los escudos y eso, el saber que los demás tienen el mismo miedo, fue finalmente lo que le salvó. El pequeño está perdido, muy perdido, en esa casa enorme del centro de Granada, y no entiende porqué el hermano del nuevo novio de su madre es tan simpático, ni el acento con el que hablan casi todos en esa noche de Reyes, ni porqué ha tenido que ponerse una chaqueta y una pajarita, pero ha decidido callarse al al entender que bastante tiene su madre con lo que tiene.
Eso les une a ambos. Para Pedro, el adulto, apoyar a la nueva novia de su hermano en su presentación en sociedad en la famosa cena del Roscón de sus padres, es casi una deuda de sangre. Para Antonio, el niño, dejar Madrid y seguir a su madre al sur es el acto valeroso de un soldado que abandona la trinchera cuando la guerra está a punto de acabarse.
Pero ninguno de los dos contaba con el otro.
Pedro hoy sonríe mientras rellena la copa de vino del Deán de la Catedral, y aprieta dientes, recordando las broncas de su madre, esos domingos de misa de su adolescencia en los que ella insistía de más en que oyera e hiciera suyos los preceptos del sermón; estrecha la mano del Decano de Derecho de la Universidad, y recuerda como su padre, que jugaba a tenis con el Rector, dejó que le expedientaran por escándalo público por besarse con su primer novio en los baños de la Facultad; incluso el Presidente del Patronato de la Alhambra -que tantas y tantas veces se ha reído de él en público, para tener la manos más que larga en las contadas ocasiones en que han coincidido en privado- ha atendido de nuevo a la más sonada reunión social del año, organizada por su madre, a la sazón consejera de Caja Granada y heredera de una de las mayores fortunas de la ciudad. Cuando supo que a la fiesta asistiría la nueva novia de su hermano, al principio se asustó. Al enterarse de que un niño le acompañaría, casi sintió alivió al saber que las dentelladas de los tiburones no irían dedicadas a si mismo, aunque una vez más volvió a equivocarse.
Antonio, por su parte, no conoce la expresión alta sociedad, pero ha sabido desde que tiene uso de razón que él y su madre son pobres. Y aunque no conoce mucho de la vida, si nota que algo no encaja en él. Tiene ocho años y nunca ha querido jugar con coches, le gusta pintar mundos imposibles con sus lápices de colores y está flipado, alucinado, con los vestidos de las señoras que brillan en la fiesta de su abuela postiza. Hace ya algún tiempo que sabe que los Reyes Magos no existen, pero esa noche empieza de verdad a creer en la magia.
Cuando Pedro observa cómo el único niño de la fiesta, al que casi nadie hace caso, mira embobado los vestidos de las señoras bien de Granada, lo entiende todo.
Y recuerda el patio del colegio, las piedras, la vergüenza de su madre ante un niño enclenque, sensible, retraído. Recuerda su primera –y última- novia, las risas de sus amigos en la puerta del colegio porque no sabía que tenía que acompañarla hasta el autobús, no tenía ni idea porqué le sentaba tan mal que su amigo Sebas fuera al cine con Sonia, y el tenía que colgar con la pánfila de Laura. Recuerda cuando lo entendió todo, y se lo contó a su padre, y le mandó a un internado en Jaén, del que volvió siendo un hombre, pero no de la manera en la que sus padre querían que fuera. Y, una vez más, recuerda su inocencia en la Universidad, los alrededores de San Jerónimo, los besos en el amanecer del Sacromonte con los primeros chicos, y el mágico milagro de ser feliz en la ciudad de Granada, y la amargura de no ser el típico señorito del sur. También el apoyo incondicional de su hermano, que le ha pedido hoy por favor que vaya a la fiesta de Reyes de sus padres, de la que se ausenta todos los años.
Antonio aún no sabe que su tío postizo le entiende mejor que él a sí mismo, y sin embargo se deja guiar a través de los cuadros que jalonan los largos pasillos de esa casa. Y se deja servir un chocolate, y un trozo generoso del mejor roscón que ha probado nunca, y descubre ese dulce que sabe como a natillas y a bizcocho, y que le han dicho que es típico de la ciudad y que se llaman piononos. Pedro le habla despacio y es más sencillo entender su acento. Le cuenta la historia de la ciudad, tan diferente a Madrid.
Le cuenta la historia de su vida.
Cuando aparece su madre, con ojos asustados, respira al descubrir a su hijo charlando alegremente con su cuñado, pero no puede evitar entonar una disculpa
-Perdona, Pedro, si te está molestado este niño mío ¡Es tan raro!
La madre del niño le arregla la corbata y se lo lleva.
Pedro se despide del niño con la mirada y le dice
-¡Acuérdate de lo que hemos hablado!
Antonio aún no sabe que le han hecho un regalo precioso. Le han contando que la vida es dura. Le han explicado que siempre tendrá que luchar por ser quien es, pero que siempre tendría que ser sentirse orgulloso de lo que siente. Que no todos somos iguales, pero que en parte eso es lo bonito de la vida. Y que siempre habrá gente a la que no le guste ver a los demás ser felices.
Pedro le ha prometido a Antonio que, al hacerse mayor, todo mejora. No siempre es verdad
Pero lo cierto es que la confianza para quererse uno mismo puede ser el mejor regalo de reyes que puede uno recibir.
Y que la alegría será siempre la mejor manera de resistir.
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