
Un Ensayo
- Posted by danielrubioserrano
- On octubre 19, 2015
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El cadáver apareció envuelto en una montaña de confeti y espumillón, y no fue sino hasta cuando la máquina que limpiaba la plaza se atrancó que los barrenderos descubrieron el crudo regalo de Año Nuevo.
La Policía no tardó en llegar al lugar, junto a la estatua de Carlos III de la Puerta del Sol, dado el despliegue de seguridad montado para lo que hacía tiempo llamaban los más jóvenes La noche del ensayo.
Madrid, esa ciudad tan voluble a las modas que incluyan una celebración que pudiera ser regada con copas y jarana, que había abrazado con entusiasmo Halloween como una ocasión de disfrazarse de algo sexy, desplazando el tradicional entierro de la Sardina al disfrute de unos pocos vecinos de Cascorro; que veía como se pueblan de hogueras sus parque en la noche de San Juan, dado el empuje de la inmigración mediterránea; que había sido testigo de cómo las fiestas de la Paloma trascendían lo castizo para convertirse en lugar de encuentro para estudiantes extranjeros y propios que decidían permanecer en la capital dentro del rigor del verano, desde hacía algunos años celebraba con entusiástico fervor la víspera del 31 de diciembre con la excusa acostumbrada de que, en Nochevieja, los bares y las calles se encontrarían llenos en exceso.
En exceso, precisamente, pensaba la Inspectora Pardo –no más de 170, pelo caoba, nariz afilada, tez pálida, ropa sencilla y oscura- mientras, dentro del área ya acordonada donde se encontraba cadáver, los de la Científica aún trataban, verdaderamente alucinados, de encontrar el mejor método de recoger y clasificar el auténtico infierno de confeti, purpurina, carne y sangre que se encontraba a sus pies.
Lo cierto es que –pensaba Pardo para sí, casi distraída- las tendencias de ocio nocturno en Madrid tenían un punto estúpido. La gente escapaba de las aglomeraciones, cuando la única manera de escapar de una tendencia era crear otra propia. Hace años, cuando ella era una recién llegada a la capital y sus turnos de noche le permitían demasiados días de libranza, era casi imposible encontrar un taxi en la Gran Vía a altas horas de la mañana, un auténtico milagro encontrarlo un jueves. Todo el mundo salía entre semana porque muy difícil encontrar mesa en un buen restaurante o sitio en una pista de baile durante el fin de semana.
Lo que sucedió en el entorno de Pardo, fue, en realidad, algo muy común, porque llegó la crisis, y cada vez le resultó más difícil encontrar compañeros de farra. Sus amigos empezaron primero a dejar de salir por miedo a bajar su productividad y, más tarde, a tener que quedarse en casa por haber perdido su empleo.
Pardo, por su parte, terminó por cambiar su turno a un horario más diurno y, a la postre, llegó a inspectora, aunque nunca, nunca, dejó de echar de menos esos primeros años en Madrid, esas madrugadas eternas, la gran vida que fue esa primera década del siglo XXI, el espejismo de los sueños cumplidos pero nunca satisfechos, esa juventud casi crujiente al estrenarse, como un par de zapatillas blancas que, sin embargo, quedan mejor al ensuciarse.
Pardo –andaluza de Motril, dura pero alegre, soltera reciente con el corazón roto- conoce de sobra la noche de Madrid, y sus milagros y miserias, y, precisamente por eso, habrá resuelto este caso antes de que la última campana de la Puerta del Sol dé comienzo a un nuevo año.
Pero eso ella aún no lo sabe y suspira, tratando de encontrar el aliento, porque ha visto de todo, pero nunca tanta miseria –pelo, sangre, matasuegras formando un guiñapo entre el vello púbico tras el que se adivina una vagina- entre tanto jolgorio y alegría que aún circunda el centro de la ciudad.
Ella, como decía, aún no sabe que resolverá este caso.
Vosotros, la verdad, tampoco deberíais saberlo.
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