Besos
- Posted by danielrubioserrano
- On octubre 1, 2015
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El primer beso se lo doy a mi novio, cuando él se va a trabajar.
Antes de salir de casa, doy otros dos, esta vez a la chica que nos ayuda con las tareas de la casa, porque me cae muy bien, y mi conciencia pequeñoburguesa no puede tanto como para evitarme pararme con ella cinco, diez minutos, y preguntarle qué tal, y saber cada miércoles un poco más sobre su vida.
Nada más bajar a la calle, veo mi primer beso, el de la pareja que entra a la oficina a la misma hora, y salen juntos a la calle, ella camino del metro, el de su plaza de parking. Se despiden. Se besan.
Bajo la calle Acuerdo, muy animada a temprana hora con su muy particular movimiento matutino. Veo a la frutera besar en la mejilla al repartidor, a la vendedora de la ONCE saludando de manera estridente con dos besos sonoros al camarero de la esquina con Palma.
Llegando a San Vicente Ferrer, hay una explosión de besos, y, a la vez, un crisol de culturas de madres chinas, indias, árabes, que tienen en común el amor hacia sus niños que llevan al colegio y los besos, rápidos pero consistentes, que les regalan mientras arreglan por vez enésima el tiro de los pantalones, la goma que aprieta las coletas, el asa de la mochila sobre el hombro.
Al llegar a Noviciado, sobre una tapia sucia, hay una pareja de amantes que, a todas luces, llevan toda la noche robándose besos de manera mutua por toda la ciudad. Se que llegarán a la cama y, secretamente, les envidio.
En Conde de Toreno, en la confluencia de la calle Reyes con Amaniel, me encuentro con un amigo –tengo el barrio lleno de ellos- vestido de oficina, y le beso también, en la mejilla, con la espontánea alegría que me da encontrarme a alguien de mi pandilla antes de ir a trabajar, algo que me pasa bastante, y que me produce tal contento que solo por eso están bien invertidos cada euro de más que todos gastamos de más en pagar la renta de un piso en el centro.
Me despido, ando un poco más, y cruzo entonces la Gran Vía, donde hay más madres que besan a sus hijos, hombres que besan a sus esposas, gente con zapatos, con corbatas, sin zapatos, que duerme entre cartones, que besan a la gente que hay a su lado antes de empezar su jornada.
Subo al autobús –llego tarde-y suelo coincidir con grupos o parejas señoras latinas que vuelven a su casa después de pasar la noche en casas de señoras españolas más mayores que requieren de sus cuidados, y que hablan animadamente entre ellas con su alegre y casi sinfónico acento. Cuando una se baja, besa a la otra, le desea un buen día, se despide.
En la glorieta de San Vicente, muy cerca de mi trabajo, suele esperar el autobús un grupo de chicos de educación especial. A fuerza de costumbre, algunos han hecho amistad con los barrenderos del Madrid Río. Debido a los cambios de turno constantes, me he dado cuenta que no se ven todos los días. Cuando lo hacen, se dan besos, sobre todo las barrenderas que son señoras algo mayores y besan a los chicos que esperan el autobús con cariño maternal.
No puedo evitar, en definitiva, cuando llego al trabajo, pensar que esta ciudad está llena de amor, del bueno, del de verdad, del que forma parte de nosotros con la realidad y consistencia que solo puede tener las cosas cotidianas.
Probablemente no me equivoque.
Un beso para todos.
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